Algo parece corroer las córneas de todos. Cada día somos más ciegos, pero la rutina nos engaña y aparta de la realidad. Cruzamos la calle, pagamos el pasaje, saludamos, besamos, reímos y hasta cuestionamos. Pero cada día nos automatizamos más y más. Y el ácido que dejan caer sobre nuestras cabezas se disfraza entre la lluvia. Y las mentiras que nos infunden las bebimos como agua, el primer café de la mañana está más contaminado que tres décadas pasadas de inercia. Y somos culpables. Los únicos culpables, de toda la niebla, de toda el hambre, de todo el miedo. Constructores de ilusiones bañadas en oro, con cimientos de sal, sobre un mar agitado. Labradores de campos sembrados de peste, que llevamos a nuestras mesas como bellísimos frutos. Recibimos noticias de la desgracia ajena, y somos los propios mensajeros de nuestra agonía. Caen a nuestros pies cadáveres día a día, y sólo sepultamos nuestra conciencia.