El día que ya no se levante más el sol, yo me quedaré en la cama. Y es que de niña escuché una canción, que nunca he vuelto a oír, ni su nombre sé, y ni el nombre del hombre de voz rasgada y visceral que caló profundo en mi inconsciente conciencia; es mejor consumirse que morir oxidado, rezaba el verso que llegó a mi oído. Por días no pensé en ello, hasta que a la semana, un vecino se accidentó en la carretera con su auto de colección siempre reluciente. Él siempre salía de paseo en su automóvil favorito, no valía la pena tenerlo escondido decía, tenía que encandilar al mundo con el resplandor de los años y la experiencia, porque nos no te aseguran lo otro jovencita, dijo más de una vez. Un cliché, una costumbre, Pero cierto. Aquella fue la única vez que he visto el ánimo alto y ninguna lágrima en una despedida tal, el pobre hombre había muerto en lo suyo, en su ley, bajo su propia mano. Y vi algo más allá, que lo que todos vieron aquel día. Y me pregunté si valía la pena,
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