El día que ya no se levante más el sol, yo me quedaré en la cama. Y es que de niña escuché una canción, que nunca he vuelto a oír, ni su nombre sé, y ni el nombre del hombre de voz rasgada y visceral que caló profundo en mi inconsciente conciencia; es mejor consumirse que morir oxidado, rezaba el verso que llegó a mi oído.
Por días no pensé en ello, hasta que a la semana, un vecino se accidentó en la carretera con su auto de colección siempre reluciente. Él siempre salía de paseo en su automóvil favorito, no valía la pena tenerlo escondido decía, tenía que encandilar al mundo con el resplandor de los años y la experiencia, porque nos no te aseguran lo otro jovencita, dijo más de una vez. Un cliché, una costumbre, Pero cierto. Aquella fue la única vez que he visto el ánimo alto y ninguna lágrima en una despedida tal, el pobre hombre había muerto en lo suyo, en su ley, bajo su propia mano.
Y vi algo más allá, que lo que todos vieron aquel día. Y me pregunté si valía la pena, el dolor, e incluso la muerte, el caer bajo el peso de los propios sueños. Como la hoja que cae del árbol por querer alcanzar el sol, o la nube que se deshace por querer convertirse en arco iris. Quien tuviera el privilegio de hacer lo que ama, tendría que correr el riesgo, comprendí aquel día.
Pero son cosas que uno olvida, y es un mal frecuente el no recordar las cosas importantes y quedarnos con lo trivial del día, de la semana, del mes, de la vida. No son sonrisas, son flirteos; no es un manjar, es la pausa obligada al medio día; no es un privilegio, es la obligación de despertar con ese alguien. Transmutamos todo en rutina y vanidad, en envidia y avaricia, porque nada nos parece suficiente, y nada de lo que tenemos es lo que realmente amamos.
Hasta que un día desperté con el sabor salado del recuerdo, y recordé a aquel vecino, aquella canción. Aquella enseñanza de la vida temprana, sepultada junto con los lápices de colores y jugarretas de infante. Y sonreí con nuevo semblante, y saboree con nueva lengua, y caminé con nuevo paso, hasta nueva risa estrené; y regresé sobre mis pasos, y me despedí de aquel junto a quien desperté como si fuera la última vez que lo viera, pero con el anhelo a flor de piel de verlo una y mil veces más.
Desde entonces, suspiro un poco más, y añoro un poco menos. Quiero más que lo que detesto, y camino fuera del sendero marcado. Me consumo día a día, cada día soy mi propia hoguera, me arriesgo a salir cubierta de mis propios sueños, y caer, y llorar, y chocar si es necesario.
Me consumo como una vela, para así no morir oxidada como la chatarra que a tantos rodea...

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