Un día temí tanto decepcionar al prójimo que dejé de amarlo.
Quizás fue la mejor decisión, quizás sólo me tiñó de amargura y nada más; pero desde entonces tomo la pluma con menos ocasión. Y es que eran las palabras las que llevaban mis disculpas, mis temores, mis amores; ahora ya vivo libre de toda desilusión.
La tinta ya no es azul, ni negra, ni roja, ni verde. Es gris, ambigua, ondulada, como las olas y las palabras al viento.
Y es que ya no trato de llenar vacíos, y más me esmero en construir abismos y levantar montañas.

En verdad no, sólo es que ahora me dedico a ver televisión, y eso me seca el cerebro.

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