Reflejo
Tu nombre está impreso en cada página.
No necesito indicarte el lugar en que haz de hallarlo.
Observo con detención aquella figura que se para frente a mí. Su mirada sostiene desafiante la mía; su boca, una mueca de indiferencia, pareciera tener algo que decir.
Ojos cansados. Labios mustios y resecos. La piel de mármol y los hombros caídos.
Lástima. Eso provoca en mí.
Veo en sus ojos, que alguna vez brillaron con intensidad. Veo en la comisura de sus labios, que alguna vez sonrió. Sus hombros caídos, evidencian el cansancio, la desidia de los años pasados que se cargan sobre la espalda y encogen el alma hasta hacerla un pequeño bulto que fácilmente se extravía.
Y quién no ha extraviado una parte de sí. Al entregar el corazón a quien no lo mereció; al dar la mano a aquel que empuñaba ponzoñosa daga; al confiar en ese que no supo luego cuidar sus palabras.
Y es que todos viven expuestos a perder algo, incluso a sí mismos; a ir por un tortuoso camino, y no regresar por él. Y aquella mujer que se hallaba frente a mí, parecía ir por un camino muy distinto al emprendido.
Un mechón de cabello se le escapaba de la cola recogida, a ratos lo soplaba con sus labios rellenos de palabras reprimidas. Yo le sonreí sincera; ella me devolvió al instante una sonrisa de desdén.
Me pregunté qué pensaría. Quizás en lo que debía hacer; qué cosas comprar, o quizás en lo que habría discutido con alguna amiga durante la tarde, ¿acaso había llorado? Sí, tenía los ojos enrojecidos; quizás pensaba en aquel que le quitaba el sueño, o en algún amante pasajero; o quizás solo observaba la gente que la rodeaba mientras se consumía en su propia soledad.
Por un instante desapareció. Las puertas se cerraron y ella seguía frente a mí. Silente. Inmóvil. Como una sombra. Como un reflejo.
Una vez leí por ahí, que al final de la tarde todos usamos las puertas del metro como espejos.
Pero ese no podía ser mi reflejo. No era esa mujer la que yo recordaba. ¿Cuánto tiempo sin detenerme a observar como lucía desde e exterior? Tan ensimismada, cercada por impuestos deberes, y el maquillaje del conformismo y la vana felicidad. Tantas lunas sin detenerme frente al espejo, para observar dentro de mis apagados ojos, y recordar aquella franca sonrisa que florecía cada día con las cosas sencillas de la vida.
Otrora la vida era simple y honesta, ahora, egoísta y mal agradecida. Alguna vez estuve rodeada de gente, gente que me amó, gente que cuidó de mí. Hoy estoy rodeada de gente, que vive en su metro cuadrado y respira sólo el aire de su burbuja macilenta.
Y fue entonces cuando sentí el peso de las horas en la espalda, y el frío de la soledad en mi vientre. Mi boca agriada se negaba a sonreír, y mis ideas confundidas alimentaban la vorágine de mi angustia.
Recordé que nunca había leído aquello de las puertas hechas espejos. Rodrigo lo había contado. Cuando él observa su reflejo ¿qué verá? ¿Se reconocerá? O al igual que yo no comprende que aquel que le sostiene la mirada es él, él mismo, único e irrepetible, y sin convencerse de la exangüe realidad, cae bajo el influjo de aquella negra pena que siempre dice acecharlo.
Me pregunto que verán los demás cuando se detienen frente a un espejo. Me pregunto que verán cuando me saludan por la mañana.
Pero ese era mi reflejo. Mi figura quebrada entre divagaciones y conjeturas. ¿En qué pensaba? O, sí, en aquello que me hizo llorar, en aquella que me dio su consejo, en aquel que no me atendía. Y en todo aquello que quedaba por hacer.
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