Hubo una vez, un lugar, una tierra en que los árboles crecían más altos, tan altos como los sueños de aquellos que se posaban a su sombra y veían pasar las estaciones en silencio.
Una tierra, cuyos frutos eran más dulces que cualquier otro, más grandes y aterciopelados. La miel de la vida se concentraba entre las manos de quien la bebía.
Los tréboles más verdes, el cielo más limpio. Flores más perfumadas, horas más tranquilas.

Un día me pregunté que tenía ese lugar, que lo diferenciaba tanto del resto. El hombre me tendió sus ásperas manos, mientras hablaba del asufre y los sarmientos con los ojos llenos de ilusiones.
Esa era la diferencia, el amor del hombre por la tierra que araba y cuidaba, que le daba el sustento a él y su familia, que permitía que los sueños se elevaran más alto que los mismos árboles...
Yo vine de esa tierra, y ahora me despido por adelantado del hombre que me enseñó a amar la tierra y agradecer lo que se aprende cada día. Me despido, y en silencio, como si aún viera pasar las estaciones a la sombra de los árboles.

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