Anillos de mi corazón
Cuando uno ya no recuerda ni su propio origen, contar los años que marcan la piel es una… tarea inútil. El tiempo pasa indiferente ante quien desea detenerlo, y aquellos que en la vida comenten el error de asumir el rol de peón, ni siquiera imaginan que otros gozamos de la libertad de una reina, jugando una eterna partida de ajedrez como si el mundo fuera un veteado tablero y, sin embargo, jamás nos aventuramos al jaque mate.
Lo único que sé de mis primeros días es que fui enraizado sobre la tumba de un joven que murió, según entendí, de amor por una ingrata doncella. Eso de ingrata, la verdad me causa cuidado; no creo que un corazón inocente y virtuoso sea capaz de herir a quien le entrega su vida, su alma y su corazón… Menos si dice amarlo… pero eso es lo que cuenta la tradición…
Mientras su cuerpo existió me atosigué de su sangre, y desconozco si esa fue la razón, pero siento que en mi frío corazón algo hay de esencia humana. Ese algo me hace razonar y sentir… s e n t i r… y ese miedo a la soledad…
A mi alrededor creció un jardín espléndido y alrededor del jardín una pulcra y silenciosa ciudad. El número de sus moradores va en ascenso día tras día. Tiene senderos de tierra, edificios de ladrillo maquillado en cal y casitas cubiertas de alfombras esmeraldas y flores iridiscentes. Es un lugar perfecto para ir a descansar para siempre.
Desde mis incipientes primaveras la soledad me ha acompañado fielmente; y aunque cada día salude a la brisa fresca, intercambie chismes con las celestinas aves que vienen a mí y preste refugio a llorosas personas vestidas de inmaculado luto, esa sangre que aún recorre y se deshace en mi savia, me hace añorar una eterna compañía.
Y en cómo obtener compañía pensaba, cuando un día cualquiera apareció un lúgubre cortejo que se detuvo a mi izquierda. Introdujeron una cama de madera cerrada a una pequeña capilla, de diáfanas y policromadas ventanas, cruces latinas y pulcras murallas; la olvidaron en el interior, y el séquito regresó de las entrañas del sepulcro, con rostros húmedos y repitiendo frases inconexas, acompañadas de un collar de cuentas en mano. Poco a poco cada uno fue desertando de su lugar junto al mausoleo, hasta dejar en soledad a una angustiada muchacha.
Era sencillamente hermosa, h e r m o s a. El humano corazón que envolvieron una vez mis raíces volvió a latir en lo más profundo de mi exangüe ser. Silente se hallaba, con sus flavos ojos fijos en la inmensidad, como igníferas estrellas suspendidas en el infinito, en la noche de los tiempos. Estaba desconsolada.
Sin motivación aparente se acercó a mí y rozó su cándido cuerpo contra mi reseca piel. Se unió a mí en un cálido abrazo, así se mantuvo hasta que la noche amenazó con atizonar las horas.
Creí que jamás volvería, como tantos otros que había visto desfilar junto a mí de la mano de un ser dormido. Pero no fue así. Era un alma piadosa y al día siguiente regresó con un pesado libro bajo el brazo. Se acomodó junto a mí y comenzó a leer a voz alzada. Hablaba de sueños quebrados, de praderas tapizadas de anhelos, de princesas encantadas por su propia vanidad, y de príncipes cegados por su ambición; leía sobre los astros que recorrían el cielo, y de la congoja de la luna por no poder concebir un hijo; habló de los males que azotaban el mundo que se extendía más allá de la tapia que rodeaba mi hogar, de las pequeñas alegrías que entregaban las fuerzas para continuar ascendiendo por el escarpado camino de la vida… habló, también de dos corazones, que decidieron unirse para siempre…
Cuando se hubo cansado de leer, me contó sobre su vida, su familia, sus sueños… y su hermano.
Su nombre era Virginia. Y hacía unos días habían traído a su hermano, para que buscara el descanso eterno entre rosas, violetas y lirios. Aquel había caído en el campo de batalla. La astucia de su enemigo había cegado la vida de toda la legión. La tristeza de Virginia era inmensa y su dolor hacía que mis flores se tiñeran de índigo.
Una noche, de sombría danza argentada, busqué el consejo de la lustrosa y blanquecina dama, aquella noche más constelada de ámbar y azogue que nunca. Deseaba devolverle a la alegría el lugar que siempre debió ocupar en el semblante de mi idolatrada Virginia.
-Convierte tus flores en capullos, y regresa las mariposas a sus ninfas: entonces, advierte a tu amada de la tragedia que cegará la vida de su hermano; y verás cómo regresa el brillo a su mirada –me aconsejó la sabia dama de plata.
Hasta que los cabellos rosáceos del alba desplazaron el sombrío manto nocturno, reflexioné sobre el consejo que el astro nocturno me había dado. Extrañas palabras, de una incomprendida consejera, bañadas de secretos y perfumadas de misticismo.
Extrañas palabras que logré descifrar, y que me exhortaron a tomar la mano de Virginia, y conducirla de regreso hacia el camino de la beatitud.
Al día siguiente, Virginia vino a mí como de costumbre y al acariciar mi agrietada piel le transmití mis pensamientos como efluvios a su corazón.
“Virginia, te amo, y quiero que seas feliz. Mucho he divagado de cómo regresarte a la vitalidad extraviada y sólo una solución he encontrado.
Virginia, volverás atrás, y avisarás a tu hermano de su funesto destino. Evitarás su averna muerte. Sólo entonces creo que serás feliz, y sólo entonces también yo lo seré”.
De inmediato imprimió una sonrisa en su rostro, y prosternada ante mí, agradeció mi gesto de benevolencia. Pero yo no quería su gentileza, sólo anhelaba su complacencia.
El tiempo destejió las horas, y trece lunas renacieron en el manto oscuro de la noche del pasado.
Mis palabras se grabaron a fuego en su recuerdo. Y al pasar los días, ningún lúgubre sepelio tuvo lugar junto a mí.
Creí que no volvería.
Pero juzgué mal.
Trece días después una hermosa muchacha con ojos de miel, irrumpió en la flébil paz de mi soledad.
Virginia.
Y así vino cada día, como tácitamente lo había prometido.
Y así viene cada día.
Y cada vez que
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