Mala Madre I

Mierda, estoy embarazada. Recordó años después Abigail mientras sostenía en su mano la cajita blanca a la espera de la aparición de la crucecita roja.
Treinta años y revivía aquel cosquilleo insensato, aquella duda que corroe entrañas y mueve mundos de ilusión.
Sentada en el borde de la tina, con los pantalones a los talones, no atinaba a quitar su vista abstraía del objeto que aprisionaba entre sus manos.Su ciclo alterado, y una condición similar a la hiperestesia que la aquejaba hacía unas semanas, la hicieron dudar de su estado.

Alejandro estaba de viaje. Últimamente parecía más distante, quizás eran sus divagaciones lo que lo mantenía a distancia, o el constante ir y venir rutinario. Él era un hombre de cambios y aventuras, para nada sedentario y menos asentado. De mirada montaraz, y manos en fuga. Con una sonrisa supo que podría obtener de él algo más que una simple mirada.
Lo conoció en aquellos días de alcohol y bohemia, cuando iba con Paulo al colectivo literario ese, cerca del Perrera Arte, y Paulo aún no dejaba la carrera para dedicarse a vivir de su pluma. Esa noche Paulo le gritó maraca por no querer acompañarlo a su departamento, siempre la insultaba y luego se escudaba en su deplorable estado etílico. Siempre pretendía someter su ánimos, y ella siempre se vio forzada a retroceder; sólo la vida le enseñaría a doblarse sin besar el suelo para alzar la cabeza muy alto.
Ella, siempre incólume, tomó su bolso con la derecha y con la izquierda recogió sus zapatos, salió a la calle abriéndose paso entre frustrados intelectuales y admiradores reprimidos de poetas sin nombre. La calle húmeda la recibió con el frío de la media noche, o más entrada incluso, y se sentó en un escalón, intentando coordinar sus movimientos para ubicar los zapatos en el lugar que iban. Una voz le ofreció ayuda. Ella sin pensarlo aceptó. Era él, el hombre que le sonrió al llegar y al que ella tomó por la cintura excusándose en el poco espacio disponible. Él era, pero más sería, y ella lo supo en un segundo. En ese sólo segundo que rozó su espalda con su geografía deslavada.
Yo te conozco, le indicó él. 
No, pero me conocerás.
Y lo conoció. No sólo la ayudó con sus zapatos y con la fría noche. La ayudó a cambiar su mundo.

Tal como ahora lo volvía a cambiar.

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