Mala Madre II

Se echó en la cama y recogió entre las frías sábanas. La noche se hacía más larga inmersa en la eterna espera.

Pero nunca tan dolorosa como las tardes inciertas de antaño, en que el futuro se veía tan difuso como los latidos que portaba en su vientre. Tomó la cajetilla que estaba sobre la mesa y la lanzó al basurero, debía cuidarse. Esta vez lo haría.
Atrás habían quedado las noches eternas, la bohemia y la esperanza. Esas noches dieron paso a los días grises e irreconocibles unos de otros.
Cuando la facultad fue un recuerdo, una tímida excusa para volver al pasado, ya no quedaba mucho por recordar.
Como quien vacía sus cajones de la infancia, donde colores y aromas se mezclan entre dibujos y recortes, entre ilusiones y añoranzas, ella decidió dejar atrás toda confusión, conservar la sonrisa sumisa de su madre y las palabras de su padre, y fingir ser la doncella perfecta que ya se cansó de esperar en la torre.
Quiso recordar, sentir un y otra vez aquella extraña emoción del secreto recién conocido, y quizás nunca más develado.

Era de aquellas noches en que el sueño se presenta como una densa cortina, diáfana y etérea, la respiración se altera y arrítmicos sueños invaden la psiquis.
Soñó con murallas blancas y altas, y ese olor a humedad milenaria, que rezuma los huesos y las entrañas. El frío; la algidez de un par de manos que la recorrían y auscultaban su seno, sus extremidades. Susurros y lamentos. La inocencia, y la culpa. Decide, decide por ti, por mí, por tu futuro. La soledad, y la incertidumbre. La presión y el engaño.
Sollozó entre sueños y abrazó la almohada. El pasado vivía aún en su vientre, aun cuando ella lo sellara a fuego y dolor, y lo acallara. El pasado siempre se las arregló para estar presente en su diario vivir, en la sonrisa de un niño, en la mirada de una extraña.
Cayó de entre sus sueños sobre las sábanas. La luz se colaba bajo la puerta.
Tomó su bata y se dirigió a la sala.
Alejandro.
No me llamaste. Tenía otras cosas que hacer. Te hubiese esperado despierta. Unos pendejos que se las dan de revolucionarios Abigail, y ahora el secretario quiere buscar la manera de desalojarlos a todos en un par de noches. Tenemos que hablar... No sé que le pasa a esta gente, no se conforma con nada, mira, si yo estuviera al frente...
No la escucharía. En el último tiempo sólo se escuchaba a sí mismo, o escuchaba al resto cuando le decían lo que él quería escuchar. No era el mismo, aunque en nada había cambiado; más bien se había potenciado su egoísmo crónico y maquillado de buen samaritano.
La rutina develaba sus  defectos, que día a día se magnificaban. Rutina que todo consumía y devastaba. La misma que cargaba cada día y ella accedía a perpetuarla, con el sólo objeto de minar su conciencia.

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