Conocidos a medias

La rueda no paraba de girar, y él solo atinaba a suspirar. Mala suerte la mía, mala suerte la tuya. Y no paraba de repetir lo mal que lo había tratado la vida.
Yo lo conocí un día en un bar. De esos decadentes y míseros, que frecuenté en las noches más frías y solitarias, en busca de un rincón cálido en el que reposar la cabeza al amanecer. Pero al día siguiente volvió, como un perro que conoce sus error y regresa donde su amo; y al pasar las lunas, en eso me convertí, y antes de que me diera cuenta, ya dirigía su vida. Tenía un trabajo, tenía el semblante tranquilo. En mi desesperado esfuerzo por aferrarme a algo, comencé a hacer de él el árbol en cuya sombra me refugiaría.
Su espíritu libre se aburguesó de a poco, siendo yo la culpable de aquel juego insano.
Una noche desenfrenada, sacó afuera toda su ira. Temí por mi persona, y tomé la determinación de no verlo más.
Pero su imagen era algo más que un mal sueño que se olvida por las mañanas. Creí que sería fácil. Fue fácil sacarlo de mi vida, pero no salir yo de la suya.
Por semanas siguió mi rastro por la ciudad, por el país. Santiago era una ciudad muy pequeña para no volver a ver su rostro difuminado en las vidrieras. Cada copa tenía impresos sus labios rojos, y cada libro me hablaba de él.
Ocasionalmente regresaba al bar en que lo conocí, quizás lo hallaría y le pidiese que regresara a mí lado.
Eres tú la culpable de este juego sangriento. De inmediato supe que era él el autor del ataque, amplias letras rojas en las sucias murallas de la callejuela que daba a mi casa. Y comenzaron las amenzas, las súplicas, una vorágine de palabras y susurros, de rostros, de melodías. Una danza interminable, un remolino de desenfreno y el temor más visceral que he sentido hasta ahora.
Aquella noche me estrellé con él en mi puerta. Apoyada sobre ella, me cerraba el paso, mientras el humo se izaba como una lúgubre señal.
Lo invité a pasar, y nos envolvimos en el juego amatorio en que caen aquellos amantes que saben que será su último encuentro. Nos pusimos al día a la umbría de la noche que se despeja. No puedo quedarme junto a ti, sabes bien que no puedo atarme.
La noche siguiente el noticiero anunció la trágica muerte de un hombre de veintisiete años, que se había quitado la vida saltando desde un vigésimo cuarto piso. Era él.
Pero para entonces todas nuestras cuentas estaban saldadas. Ya no lo conocía.
Tomé mi abrigo, y me dirigí al bar de costumbre. Quizás podría hallar otra alma con la cual jugar al amor.





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